Alejandro y la chispa del deseo
“Ya ves, mi edad es tan difícil de llevar.”
Dice Alejandro que su “primera canción era mentira”. Y ahora sé que aquella relación que mantuvimos nosotros en secreto también lo fue.
Como de tantas otras cosas del pasado, no estoy seguro de los detalles, pero debió ser alrededor de 1992 cuando lo vi por primera vez en televisión: los ojos profundos, el pelo negro, el cuerpo frágil —como el de esos hombres tristes de los cuadros de Picasso. Sentado bajo un haz de luz y acompañado con solo una guitarra cantó un par de canciones melancólicas y románticas, pero sin esa cursilería —a la que por mi edad— le huía como la peste.
Por meses me desvelé todas las noches anhelando verlo de nuevo. Esta vez estaría listo para grabarlo en mi cinta VHS. Quería aferrarme a su recuerdo para siempre. Cuando casi perdía la esperanza, mi dedicación y mi desvelo dieron resultados. Poco a poco logré hacer una colección de presentaciones suyas en diferentes programas de la tele. Primero, nocturnos, pero cuando comenzó a ser más conocido también en los programas vespertinos.
“No me da verguenza decir que lo eras todo para mí”
Sin saber qué era eso que yo sentía, me dejaba llevar por el efecto de sus canciones. Verlo me encendía algo dentro. Cuando lo escuchaba me sentía menos solo porque Alejandro y yo sentíamos las mismas cosas. El mundo era un lugar mejor porque se iluminaba con la luz que yo desprendía al mirarle.
Ahora sé que lo que él encendió en mí fue el deseo. Alejando fue el primer hombre que me llenó las ingles de espuma. Me robo las palabras de García Lorca para describir aquel deseo que yo sentía, porque la culpa aún tiñe aquel recuerdo. Y aún me llena de tristeza que esas sombras empañen la belleza de aquel diamante que he llevado oculto en el cuerpo desde entonces.
En la soledad y efervescencia de aquellos días él y yo éramos Adriano y Antínoo, Patroclo y Aquiles. Amigos que se extrañan y se aman, pero que no lo dicen porque no lo saben (todavía).
En la soledad y miedo de aquellos días mi ser no habría resistido las embestidas de un combate cuerpo a cuerpo, pero mi corazón era un rebosante surtidor de cursis fantasías. Y es que mi forma de amar siempre ha sido más platónica que masculina.
“Es tan bonito esto de soñar
y tan violenta la verdad.”
Poco a poco, esa relación que sostuvimos por meses comenzó a menguar, el mundo y su fama se interpusieron entre los dos. Ese trovador desconocido que me cantaba solo a mí comenzó a llamar la atención de las multitudes. Las chicas de mi universidad comenzaron a cantar sus canciones, a notarlo, a hablar de él con una voz incandescente. ¿Acaso era eso lo que yo también sentía? ¿Acaso tenía el corazón en el costado equivocado? Sentí vergüenza. Qué perdida de tiempo, que ridícula idea esa de enamorarse y desear a alguien y aferrarse a algo como si fuera cierto.
“No sé cómo decirte que hoy me he dado cuenta
del tiempo que perdí contigo dando vueltas”
Igual que en las relaciones más intensas, de pronto sentí que las cosas se habían enfriado y ya nada era como antes, pero cuando reuní el valor para dejarlo ir, Alejandro me dedicó una canción: Si tú me miras.
Él era ese tipo de amante que sabe cuando tirar la cuerda. Un Don Juan que sabía cómo seducir con las palabras y los detalles. Esa canción era un guiño, una señal secreta entre nosotros.
“Si tu me miras te enseñaré a decir “te quiero”
mientras tengamos un secreto que ocultar.”
Le di una segunda oportunidad, pero ya nada era igual. Los dos habíamos crecido, cambiado, descubierto verdades que nos habían dejado el corazón partido; el destino y el cuerpo rotos. Ya se interponían demasiadas cosas entre los dos.
Jamás tuve el valor de contárselo, pero la verdad es que en aquel distanciamiento me enamoré de alguien más. Por primera vez, me enamoré (al unísono) con el corazón y el cuerpo; con los labios, la piel, las manos, el sexo y los huesos. Por primera vez el fuego fundió todas las sombras que antes me acechaban.
Y entonces entendí que lo que Alejando encendió en mí, no fue la llama, sino la chispa del deseo. Una chispa que aún conservo incluso cuando la llama quema o languidece.
Gracias por tanta timidez e ingenuidad. Gracias por hacerme recordar que, a pesar de las heridas y los combates, mi corazón sigue siendo un surtidor de cursis fantasías.